Corrían los últimos días del mes de mayo de 1876, y la aristocrática villa de
Chorrillos, que poco antes se veía animada y bulliciosa, iba quedándose silenciosa.
No invadía ya su malecón, la apiñada y elegante concurrencia que en la estación de baños, se trasladaba de la capital; ni obstruía sus estrechas callejuelas ese inmenso gentío que todos los años acudía, para templar los ardores del verano y buscar salud y descanso, obedeciendo a los supremos mandatos de la moda; y que, lejos de disfrutar de la deliciosa vida del campo, ostentaba refinado y no pocas veces ruidoso lujo, viviendo con la ceremoniosa etiqueta de corte, tan ajena de ese lugar.
Entre los escasos habitantes que podían contarse en la solitaria población, hallábame yo, que con el objeto de reparar la delicada salud de la mitad más preciosa de mi vida, debía permanecer allí durante algunos meses. Y en verdad que no nos pesaba, pues ya entonces se hacía muy agradable la morada del tranquilo pueblo.
Libre de la odiosa etiqueta que reina en la temporada, o cuando un cómodo rancho situado en la ribera y gozando de una temperatura tan distante del ardor del estío como del rigor del invierno, se deslizaban nuestros días serenos y apacibles, como las mansas olas que a la playa escuchábamos morir suspirando sobre la arena.
Nuestras obligaciones me obligaban a ir diariamente a Lima; pero al regresar por la tarde, la primera cabeza que en la estación del tren se ofrecía a mis ansiosas miradas, era de la mujer querida que había elegido por compañera de mi vida.
Desde allí, y cumpliendo los preceptos del médico, que recomendaba el saludable ejercicio, partíamos, su brazo apoyado en mi brazo, su mano puesta en mi mano, y ya vagábamos por los verdes de amenos campos de las chacritas, entretenidos con las pláticas siempre sabrosas de los que se aman, o bien, subiendo la falda del Salto del Fraile, contemplábamos con religioso recogimiento el bellísimo paisaje que se descubre bañado por los melancólicos resplandores del sol moribundo.
Algunas veces, no nos deteníamos en la cima, sino que prolongábamos nuestras excursiones, descendiendo por la falda opuesta y sentándonos sobre las escarpadas rocas donde las olas se estrellan con estruendo. Allí permanecíamos hasta la caída del sol, mirando las montañas de blanca espuma que el mar levantaba en su imponente lucha contra las peñas de la orilla, y las brillantes cataratas que formaban las aguas al deslizarse sobre su superficie; o escuchando el imponente rumor que su choque violento producía en las profundas grutas labradas en la mole de granito.
En algunas ocasiones me separaba por pocos momentos de mi compañera de paseo, con la escopeta al hombro, para cazar las aves marinas, que pasaban sobre nuestras cabezas en dirección a las altas crestas en cuyas grietas tenían sus dormitorios.
Una de esas tardes, bella como la felicidad soñada, fugaces ¡ay! como lo son siempre las horas dichosas de nuestra existencia, nos hallábamos en ese encantado sitio.
Ella estaba sentada sobre un alto peñasco cuya base azotaban las olas con furor, lanzando menudas gotas que besaban su blanca frente y salpicaban sus pequeños pies. Yo, que había estado cazando en la vecina playa, acababa de reunirme a ella, y echándome a su lado, dejé la escopeta y recliné mi cabeza fatigada en su bendita falda.
El cielo estaba azul y sereno, y sólo se divisaba, allá, en los últimos confines del Occidente, flotante grupo de brillantes celajes, cual magnífico cortinaje de encendida grana, que decoraba el dorado pórtico por donde pronto veríamos desaparecer al padre de la luz.
Así permanecimos, mudos los labios, bañada el alma en esa dulce melancolía que adormece nuestro ser en aquella hora en que la naturaleza parece decir con su acento más triste, al sol que se vá: "hasta mañana".
Al cabo de algunos instantes, rompió el silencio mi esposa, preguntándome:
Dime: ¿Por qué se llama este cerro el Salto del Fraile?
Siento hija mía, le contesté, no poder satisfacer tu curiosidad, porque todavía no he encontrado quien satisfaga la mía a ese respecto. La geografía lo designa con el nombre de Morro Solar; pero el pueblo no le conoce con otro que con el de Salto del Fraile, nombre cuyo misterio nadie descifra hoy.
Pero el pueblo, replicó ella con acento de convicción, jamás da nombres caprichosos y que no estén justificados por alguna tradición.
Participo de tu creencia, querida mía, observé, y justamente de esa causa proviene nuestra ignorancia en este caso, en el que, como en otros muchos, habiéndose perdido la tradición del acontecimiento que dio origen al nombre, es muy difícil, si no imposible, averiguarlo.
Haz, sin embargo, algunas diligencias sobre el particular, insistió, y escribe una tradición como las de Palma. Así pagaremos las gratas horas que hemos pasado en este lugar, salvando del olvido el motivo de su nombre con la presentación de su fe de bautismo.
Te prometo hacer cuanto pueda, le dije, y ya que de boca de los viejos chorrillanos ninguna respuesta he podido obtener, me daré a registrar esos apolillados pergaminos que son la mina inagotable que con tanto talento como buen éxito explota mi distinguido "tocayo", a quien tú quieres que imite, y lo cual sí no podría ofrecerte sin engañarte.
Quedóse ella callada y satisfecha, y yo pensativo y preocupado con el compromiso que acababa de contraer.
Poco a poco el cansancio fue embargando mis sentidos, mis ojos se cerraron y quedé sumido en ese letargo que, sin ser la muerte, está tan distante de la vida.
De repente vi una gaviota que en rápidas espirales revoloteaba a diez metros sobre nuestras cabezas, llevando pendiente del cuello un objeto que no podíamos distinguir.
Sin poder resistir a la natural curiosidad, empuñé la escopeta y, apuntando al ave, disparé el arma. La gaviota continuó su vuelo; pero el plomo le había cortado la cuerda que sujetaba al cuello el objeto desconocido, que vino a caer sobre la falda de mi compañera.
Lo tomé y lo examiné prolijamente: era un cilindro del tamaño de mi dedo pulgar; estaba herméticamente cerrado, no mostrando tapa ni abertura alguna.
Más sorprendidos aun y deseosos de saber lo que contenía, saqué una cuchilla y le hice con cuidado un corte longitudinal. Nuestra admiración fue grande al descubrir un papel de seda perfectamente enrollado; pero nuestro asombro llegó a su colmo cuando, desenvolviéndolo, leímos a la cabeza de la larga tira de papel, que estaba toda escrita con letra menuda, este epígrafe.
Tradición del salto del Fraile.
El papel se me cayó de las manos, y sin poder articular una palabra, nos miramos por largo rato con esa mirada en que se refleja el estupor, el espanto de que se está viviendo algo sobrenatural.
¡Qué cosa tan admirable!, exclamó al fin mi esposa.
¡Inexplicable, milagrosa!, repetí yo.
Y volvimos a quedar en profundo silencio...
La natural curiosidad venció finalmente la profunda emoción y volviendo a tomar el misterioso papel, leí lo que voy a contaros.
Acaba de cumplir sesenta años el siglo pasado. Entre las nobles familias que habitaban esta ilustre ciudad de los reyes, se distinguía por lo esclarecido de su raza y los blasones de su escudo, la del marqués de Sarria y Molina. Fiel a su rey y señor, sabiendo leer de corrido su "Año Cristiano", y escribir correctamente de cuando en cuando; dueño de buenas propiedades que redituándole tres por ciento al año le daban sin embargo, en relumbrantes pesos, más de lo que podía gastar; con combinación de crédito, sin desvelarse por la depreciación de los billetes de banco, y sin soportar las contribuciones municipales y los abusos de las empresas públicas.
Casado en edad madura, hacía dos años que había enviudado, concentrando desde entonces todo su afecto en su única hija, Clara, que su esposa le había dejado al abandonar este mundo.
La niña prometía ser tan hermosa como lo había sido su madre. Ojos negros y chispeantes, tez morena, abundantes cabellos de ébano, boquita de indulgencia plenaria, talle esbelto y pie primoroso, era el conjunto que a los quince debía formar el tipo de la ardiente y voluptuosa criolla. Ahora, que sólo contaba con doce, era la niña traviesa y mimada, cuya voluntad era soberana en la casa.
Entre la numerosa servidumbre se distinguía Evarista, arrogante mulata que había sido la nodriza de Clara, y su hijo Francisco, tres años mayor que la niña. Esta le profesaba tierno cariño, lo que equivale a decir que estaban segregados de las tareas del servicio. Evarista era la togada ama de llaves, y Panchito, como se le llamaba, era el engreído del señor marqués.
Es verdad que Panchito era un "cuarentoncito" muy bien plantado y su raro parecido a uno de los tíos de Clara daba motivo para que las malas lenguas dijesen, que este noble señor no había sido indiferente a los incitantes atractivos de la mulata, cosa que a nadie debe escandalizar, pues es cosa reconocida, la afición que a la canela tenían antiguos dominadores.
Clara y Panchito, pasaron su infancia asistiendo algunas horas del día a la amiga, donde nada aprendían, y jugando el resto del tiempo a la pega y las escondidas.
El tiempo, mientras tanto, corría presuroso y más pronto de lo que se cree, la niña fue mujer y el engreído cumplió diez y ocho años. Eran, sin embargo, tan inocentes los niños de aquel tiempo, que a pesar de su edad, continuaban en el ejercicio de sus infantiles juegos, y aunque no faltase persona maliciosa que temerariamente adelantase el juicio, hasta suponer que no estaba exenta de peligros la estrecha intimidad de Clara con el único hombre a quien trataba, el señor marqués no se preocupó por cosa tan desprovista de buen sentido, y los niños siguieron jugando a "la pega" y "las escondidas".
Por eso, debió ser tan doloroso y violento cambio de opinión que revelaba el espectáculo que ofrecía la casa una mañana, en la cual habían sucedido a la calma y paz domésticas, la confusión y la discordia. El desgraciado padre gritaba airado, y amenazaba a su hija, a quien llamaba desnaturalizada, echándole en cara haber manchado su nombre y sus blasones. Esta sufría desmayos y convulsiones, y su compañero de infancia se había refugiado en el último rincón de la casa, huyendo del furor del marqués, que le acusaba de haber deshonrado sus canas.
La situación era "por naturaleza" irremediable, y el pobre ni sabía qué partido tomar. Por fin, con más calma, mandó llamar al tío de Clara y a su confesor, que lo era el padre Mendoza, religioso de la orden dominica y después de una larga conferencia, se resolvió que el mancebo sería encerrado en la Recoleta y se le haría fraile. En cuanto a la niña, fueron todos los pareceres que un largo viaje era lo más conveniente.
Tres días después, podía verse a Panchito con el cerquillo y hábito de Santo Domingo, ayudando en la misa del padre Mendoza, en la Recoleta Dominica. El marqués, mientras tanto, hacía sus preparativos para partir a España en la fragata "Covadonga" que debía de salir dentro de un mes.
El joven fraile obedecía a la fuerza de las circunstancias, y encendía más la hoguera en que se abrasaba con la ausencia de aquella que encerraba cuanto de dulce, bello y poético puede ofrecer la existencia en esa ciudad.
Verse, era imposible, y los días, mientras tanto, pasaban sin que ni el uno ni el otro, supiesen la eterna separación a la que estaban condenados, pues los preparativos de viaje se hacían con extremo sigilo. Pero la nodriza de Clara, quien sospechaba algo, descubrió por fin el secreto, escuchando oculta tras una cortina la conversación de su amo, con el capitán de la "Covadonga".
Al día siguiente, muy temprano, se dirigió a la Recoleta, y haciéndose ver de su hijo, mientras éste ayudaba en la misa, le hizo señas para que, terminada, procurase hablarle.
Así sucedió, y tras de un confesionario, hubo de informarle de todo.
Desde aquel día, todas las mañanas podía encontrarse a la mulata en la Recoleta oyendo misa de ocho, y un observador atento podría haber visto también que, al retirarse, introducía la mano debajo del confesionario, donde dejaba una carta y recogía otra. La correspondencia de los amantes estaba casi asegurada desde entonces, y ya se pueden imaginar cómo alimentarían la llama de su amor, esas páginas misteriosas.
Sólo podemos llevar nuestra indiscreción, hasta revelar el contenido de la última, por ser necesaria para la inteligencia de este relato. Era del fraile y decía así:
"Esta será la última mía que recibirás, Clara querida; mañana parto para Chorrillos con el padre Mendoza, a quien el médico manda salir de este pueblo. Debo obedecer... no tengo voluntad propia... ¡soy un esclavo"....
"Me dice mi madre que el 17 parte el buque que debe alejarte para siempre de mí; escucha pues, la súplica que te hago. Cuando pases frente a Chorrillos, dirige la vista, auxiliada de un anteojo, a la punta del cerro que se avanza al mar, allí estaré yo para darte mi postrera despedida!...
"¡Adiós, alma de mi alma!"
Al día siguiente, se veía en efecto, con dirección a Chorrillos, un balancín en el que iban el padre Mendoza y su pupilo.
Ocho días después, el 17 de octubre, el marqués y su hija se dirigían al Callao y se embarcaban en la fragata, que debía zarpar a las dos de la tarde.
Clara estaba serena, pero su rostro pálido, sus hermosos ojos hundidos y sin brillo; y su respiración entrecortada por frecuentes suspiros, que en vano trataba de ahogar, revelaban el hondo sufrimiento que devoraba esa alma destrozada por el dolor.
A la hora fijada, se oyó un cañonazo, cuyo eco resonó en el afligido corazón de la joven, como el estrépito que hacía el encantado palacio de su amor y su esperanza al hundirse en el abismo...! Dos lágrimas ardientes y silenciosas resbalaron por sus mejillas y entornando los párpados, tuvo que apoyarse contra la borda de la embarcación para no caer.
Pocos minutos después, la "Covadonga" se deslizaba con dirección al Sur, al empuje de una fresca brisa.
La fragata siguió el rumbo paralelo a la Isla de San Lorenzo y eran las cinco y media cuando pasaban a la altura de Chorrillos, que se divisaba vagamente, envuelto en la bruma de la tarde.
Cuarto de hora después, la embarcación se hallaba frente al Morro Solar. Una mujer estaba de pie y en actitud majestuosa sobre el castillo de proa; tenía en sus manos un magnífico anteojo con el que miraba fijamente a la indicada punta. Era Clara que, así como busca el navegante en medio de la tempestad el faro salvador, buscaba al ser querido, cuyo amor era la única luz que podía penetrar en su alma azotada por la borrasca de la pasión.
De repente, se entreabrieron los cárdenos nubarrones que ocultaban el disco del sol, y sus rojizos resplandores fueron a hervir vivamente la cumbre del monte. La joven exhaló un ¡ah! de sorpresa y de íntimo placer; su rostro se inflamó, y el anteojo tembló entre sus manos convulsas. Acababa de descubrir a Francisco, que parado sobre la peña más alta, sostenía sobre su cabeza con ambas manos, el manto que se había quitado y que agitaba en el aire.
Un minuto después, el fraile se precipitaba desde la altísima cima al fondo del abismo, y no quedaba de él, más que los rasgados jirones de sus vestiduras, que, prendidas de la filada cresta de un peñón saliente, flotaban al viento como una bandera fúnebre!...
Mientras ese trágico desenlace se realizaba en tierra, pasaba a abordo una escena no menos terrible.
Clara había lanzado un agudo grito, el anteojo se cayó de sus manos, y exclamando con acento de suprema angustia:
¡Adiós, padre mío, voy a reunirme con Francisco!; se arrojó al mar, que la sepultó en su hondo seno
Yo también, conmovido, espantado, había lanzado un grito que me despertó, y había levantado la cabeza que reposaba sobre la falda de mi esposa.
¿Qué tienes?, me preguntó asustada.
¡Oh, qué sueño!, ¡qué sueño tan hermoso y horrible!..., le contesté, restregandome los ojos.
Cómo, ¿te habías quedado dormido?, me dijo ella.
Sí, hija mía, repuse, y ya puedo cumplir mi compromiso. Ya conozco la tradición del Salto del Fraile.
Nos levantamos y mientras volvíamos a casa, le comenté lo que habéis leído.
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